domingo, 20 de julio de 2014

Viajes por el África Occidental de Mary Kingsley



Hay vidas de personas que te cortan el aliento. Y si no, juzguen.
Estamos en 1862, Londres, época victoriana. Con todo lo que eso significa para la libertad y autonomía de las mujeres.
Nace Mary Kingsley cuatro días después de la boda apresurada entre su padre y una sirvienta de la casa de sus abuelos paternos. Más tarde nace su hermano y su madre se queda inválida. Como su padre se dedica a viajar por el mundo recogiendo datos para sus estudios sobre culturas indígenas ella debe cuidar de su madre y de su hermano.
Adora a su padre y para ayudarlo, aprende a leer, escribir, latín, química y todo lo necesario con el fin de ordenar y clasificar la cantidad de notas y materiales que su padre trae de sus viajes. Hasta los treinta años, ésta es su vida.
Con esa edad, su padre fallece de unas fiebres reumáticas, poco después lo hace su madre y su hermano, mayor de edad, anda por Oriente. Es el momento de echar a volar. Lo hace.
Le quedan ochos años de vida. Ocho años que dedicó a viajar por África de una manera y un modo que aún hoy se puede calificar de suicida.
Esta edición recoge sólo una antología de lo que vio y vivió en esos viajes que hizo por la zona comprendida entre el Níger y el Congo, la zona llamada Golfo de Guinea, donde se sitúa la isla de Fernando Poo. Una parte de África que en aquellos momentos ya sufría el arrasamiento y la rapacería de casi todos los países de Europa.
No acierto a decir, ni tan siquiera por aproximación, que porcentaje de europeos se acercaban al continente africano con otro objetivo diferente del de esquilmarlo pero  Mary Kingsley fue uno de ellos. Con una prosa a veces coloquial pero siempre directa y sentida una mujer, sola, nos va contando cómo le va en sus desplazamientos por ciénagas, manglares, bosques interminables, tribus con afición a la antropofagia, acompañada muchas veces por aborígenes de dudosas intenciones y que al final se rinden a su intrepidez hasta tal punto que lo definen como hombre en su tratamiento y a la hora de describirla, pasa a ser “mister” en vez de “lady”, lo cual da una idea del mundo indígena en cuanto a su conformación e imaginario social.
Son enormemente valiosos e interesantes los capítulos que podríamos llamar antropológicos, dedicados al mundo de los espíritus. Como el alma africana, al menos el de esa zona, conforma su propia religión para explicarse su existencia. Los apuntes de Mary Kingsley en cuanto a la armonía que estos pueblos buscan con su entorno hasta el punto de adjudicarle almas a las cosas es especialmente enriquecedor para un occidental acostumbrado a servirse sin orden ni concierto de todo lo que le rodea, a veces incluso de semejantes.
Esto le lleva a la dicotomía de cómo valorar a unos pueblos que se comen unos a otros pero que por otro lado contemplan el entorno sin sentirse los reyes de ninguna creación. Mary Kingsley es muy explícita en este dilema. Lo zanja con frases como estas: “Antes prefiero a un caníbal que a un predicador” o esta, aún más comprometedora y directa: “Lo peor que le puede pasar a un africano es que alguien llegue y le diga, venga, voy a civilizarte, voy a llevarte a la escuela, voy a enseñarte religión”.
Mary Kingsley, uno de esos seres humanos que trascendió la corriente colonizadora del mundo occidental del siglo XIX, miró la vida con la simpleza y fascinación de cualquier animal irracional y que por eso no causo dolor y sufrimiento si no que miro a su alrededor incesantemente buscando ya que no la explicación de todo ello al menos la comprensión.
Murió cuando ejercía de enfermera voluntaria cuidando de prisioneros en la guerra de los Boers. Fue sepultada en el mar según sus deseos. Tenía 38 años.
Mary Kingsley, como las setas comestibles, es difícil de ver entre tanta seta venenosa en el bosque de la vida.
Sus libros de viajes son fáciles de encontrar en cualquier librería o biblioteca de España.

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