viernes, 20 de mayo de 2016

La última posada de Imre Kertész



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Imre Kertész falleció este mes de Marzo con 87 años de edad pero llevaba sintiendo el hálito de la muerte a su espalda desde que teniendo catorce años estuvo confinado en los campos de concentración nazis. Nadie que pasara por aquella experiencia salió indemne, nadie pudo olvidarla y algunos, aunque fallecieron años después, se puede decir que murieron de aquellos años que estuvieron cautivos. Primo Levi, Paul Celan, por ejemplo.
Kertész aguantó hasta el final como pudo, contándolo. Dando a entender que no se puede salir vivo de aquella experiencia y encontrar a alguien con quien compartirla por mucho que te esfuerces en explicarla. Como si salir vivo de allí fuera la garantía de vivir sólo el resto de tu vida.
Y si eres escritor, dedicarte a recordarla cada día de tu vida. Solo y obsesionado.
Este libro de confesiones, sincero, brutal a veces, que Kertész escribió a lo largo de lo que el seguramente llamaría sus años de decadencia física y mental, dentro de los cuales le conceden el premio Nobel de Literatura, parece un añadido a la temática de toda su obra de escritor. A su judaísmo y la perplejidad ante la aventura del ser humano en el siglo XX de la barbarie europea se le añade la certidumbre de que ese aliento que siempre ha sentido en la espalda ahora se está colocando a su lado para acompañarlo en el tramo final. La muerte se hace cada vez más presente.
E Imre Kertész se confiesa:
                “Una depresión que dura ya semanas. Vivo fuera de mi novela. Cenas y reuniones con extraños todas las noches”
Emite juicios implacables en los que la mirada sobre el ser humano es desesperanzadora:
                “Mucho me temo que a la persona que es buena se la quiere porque es débil”
En que la certidumbre de la soledad es absoluta:
                “Nadie me quiere y yo no quiero a nadie”
Una decepción que le llega desde todos los puntos, incluido el mismo:
                “…he estafado a todo el mundo, especialmente a mí mismo…”
Unas afirmaciones heladas que parece formular con la clara intención de que cuando llegue el final todo este claro, no llamarse a engaños:
“..y eso que uno de los orgullos de mi vida consiste en haber evitado la corrupción que también recibe el nombre de familia…”
Lo que le aboca a más de un pensamiento en el que la idea del suicidio está presente:
“Mucho me temo que tendré que tomar duras decisiones. Y me temo mucho más que no las tomaré”
“..en las miradas de las mujeres, en la manera de mirarme, podría encontrar suficientes argumentos para el suicido..” 9/2/2009
Al final sentencia:
                “Un hombre de buen gusto no vive ya a mi edad”

Sólo en el capítulo final se permite algo de liberación y tomando distancia, sin por ello dejar de lado el tema de la muerte, se permite unos monólogos a modo de despedida.
Un libro este de lectura dura, sin paliativos, directa desde la desesperación, muy bernhardiana incluso a la hora de juzgar a sus compatriotas.
Kertész nos deja un testimonio en el que si se escarba se puede entender que es lo que merece la pena en la vida y que es superfluo. Pero sin garantías de nada.
Un hombre cuyo destino quedó marcado por su judaísmo y las consecuencias de él. Escribió durante su vida con la clara intuición de que no servía para otra cosa que para seguir viviendo.
Y no quiso dejar esta vida sin este homenaje a “su clavo ardiendo”.  Eso es la última posada. La última mirada desde la última vuelta del camino.
Destrucción, soledad, tragedia. Escribir hasta morir. Tener una vida secreta que además es la verdadera, como confiesa.
Me he preguntado muchas veces porque los ancianos no nos cuentan lo que supone hacerse viejo. Viejo, no mayor, ni anciano. Viejo. Ahora lo sé. Porque es terrible. Y con saberlo sólo se anticipa el horror. Nada se consigue. Mejor no saberlo.
Kertész, como Celan, Levi y otros, en realidad nunca volvieron de los campos de concentración. Su vida fue un fallido intento de regreso.

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