sábado, 25 de junio de 2016

Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro




Acababa de leer los cuentos completos de este autor y me encontré con sus prosas apátridas. Sus cuentos de un nivel estimable me habían dejado un si es no es destemplado. No me parecieron como para justificar los elogios que pude leer en su momento.
Sin embargo estas prosas apátridas que vienen a ser una lista de pensamientos, ocurrencias y reflexiones recopiladas por el autor y dejadas en el desván rápidamente ocuparon un lugar en mi imaginario del autor. Si sus cuentos eran piedras en el muro, maldito Facebook, literario estas prosas apátridas podían ser el mortero que amalgama en los intersticios toda su obra literaria.
Capacidad de observación, sensibilidad y una mente siempre en ebullición le llevan a los pensamientos más peregrinos, las emociones más censurables y los deseos más ocultos en relación con todo lo que le rodea. Sin olvidar nunca como buen depredador que todo puede pasar al menú del escritor. Todo es factible de ser contado.
Y así nos descubre que la moda que parece una ostentación es todo lo contrario. La persona que va a la moda es una persona que oculta su individualidad para pasar a engrosar el colectivo correspondiente. Que los adultos nunca abandonan la niñez, sólo buscan imposturas para acoplarse al hecho de ir envejeciendo. Lo único que está a nuestro alcance. Elogia el valor de los que siguen siendo niños.
Que los rostros de los ciegos, al no poder ser autoesculpidos por la mirada de su propietario al ver otros rostros, tienen una cualidad de ciego que siempre se puede ver en algún rasgo de su cara.
U observando un parque nos cuenta que ve a los niños pequeños, jugando solos, comportarse de la misma manera que los mismos viejos que hay en ese parque, pensativos en soledad. La vida que empieza como acaba.
O se burla de los editores que ante una crisis de venta deciden publicar obras señeras de la literatura prologadas por personas famosas. Así Belmondo comentando que al leer a Rimbaud sintió como un puñetazo en el mentón, asegura una elevada venta del poeta a personas que en su vida leerían versos pero que admiran o envidian a Belmondo.
O la curiosa reflexión sobre nuestros ancestros. Si para nacer él se necesitaron dos personas y cuatro para que nacieran esas dos, contando cada generación de 30 años, resulta que en el 1060 tenía mil millones de ancestros, algo a todas luces imposible, por lo que es fácil deducir que todos somos familias.
O la vejez diferente de los que cumplen años entre placeres y lujos, y aquellos que ven pasar los años entre penurias y miserias. Las arrugas de unos y otros.
Cómo se van olvidando los muertos y el dolor que sentimos por su perdida.
Las diferencias con las clases bajas, más en los modales que en los pensamientos e ideales: “Mi bistec me hubiera sabido mejor si lo hubiera comido ante un jerarca podrido pero que hubiera sabido desdoblar correctamente su servilleta” Que no es resabio burgués, o sí, pero que indudablemente pone en valor las formas tantas veces despreciadas. Y tan difíciles de adquirir.
El papel del alcohol o cualquier potenciador de la sensibilidad y la aceptación de ese vicio: “Un vicio se contrae a perpetuidad. La esencia del vicio es ser incorregible”
O ese admirador que no para de loar su trabajo literario para al final agradecerle que escribiera “La ciudad y los perros”.
En fin, un despliegue de lo que son la aptitudes de un escritor. Una constante observación con su correspondiente enjuiciamiento, su enhebramiento en un universo desconcertante y la certidumbre de que todo carece de sentido o todo tiene sentido.
Aquello con lo que Josep Pla teje casi toda su obra le sirve a Julio Ramón Ribeyro para hacer unas prosas apátridas.  Allí donde Pla no veía más que insustancial creación se despidieron sus universos creativos. Ribeyro lo intento, quizá Pla ya sabía el resultado. Pero ambos con unas dotes de observación, equiparables al escalpelo del cirujano, que abren al ser humano en canal. Siempre con humildad y compasión.

jueves, 16 de junio de 2016

“Sin destino” de Imre Kertész




Toda la reacción que se ha producido sobre el holocausto nazi gira alrededor de una estupefacción y una necesidad imperiosa de contar lo que sucedió, que de tan horripilante parece imposible. No dejar de sorprenderse y no dejar de comunicarlo. Es la única vía que despierta algo de esperanza en que puede que algún día podamos entenderlo…si es que se puede entender algo así.
Contarlo es también la manera de mantenerlo vivo y de regar esa estupefacción. Seguramente en su momento habría más de un ex-prisionero de los campos de exterminio que si pasaba un día sin recordar lo que la había sucedido se sentía culpable. Eso que se ha dicho tantas veces de que hay que mantener vivo el recuerdo…..se añade para que no vuelva a suceder, pero mucho me temo que la razón sea una necesidad mucho más simple y prosaica y seguramente más individualista.
Sea como sea lo cierto es que desde que sucedió hasta ahora no ha dejado de contarse. Una tarea colectiva que han llevado a cabo desde filósofos hasta cineastas y tanto habiéndolo sufrido como no. Una “narrativa” que ha ido variando con el tiempo, siempre con el acicate de “cómo contar esto que despierte en el que lo contempla una idea lo más cercana posible a lo que sintieron las víctimas”. Una tarea a todas luces imposible pero en la no han dejado de empeñarse muchos creadores y pensadores.
Lo que ha hecho que la forma de contar aquel horror haya ido variando con el tiempo. Y se haya creado una cierta complicidad entre los que siguen contándolo y los que lo contemplan. Ahora ya se sabe que pasó, lo básico, lo objetivo. Metámosle más intensidad al asunto, busquemos otra perspectiva.
A estas alturas las narraciones de Ana Frank o la de Victor Kempler ya han hecho su papel. La personal forma de Primo Levi también.
Las películas sobre el holocausto también han variado. Desde las acostumbradas, llenas de épica y guerra, hasta las más personales que se cuentan por decenas y que van de “La lista de Schindler”, a “El pianista”, “La vida es bella”, “El niño del pijama de rayas” y la reciente “Mayo de 1940” o la reciente y estremecedora “El hijo de Saúl”.
Si se analizan, en todas estas creaciones hay un afán unas veces más explicito que otras de encontrar una manera para acercarse lo más posible a lo que fue aquel horror con el fin de hacérselo sentir al espectador o lector, compartirlo y así quizá hacerlo más llevadero.
En esta línea está la obra de Imre Kertész, Premio Nobel de Literatura 2002. Su “Sin destino” es una escalofriante narración en la que lo que sucede es lo que tiene que suceder. No hay condena a los ejecutores, no hay grandes gestos de dolor, incluso hay una aceptación de lo que pasa que permite esbozar una sonrisa, disfrutar de un momento de bullanguero y alegre jaleo… en un campo de concentración.
Nadie como Kertész ha sabido relatar la degradación humana que se produce en las situaciones de injusticia y abuso. Ana Novac en su libro “Aquellos maravillosos años de mi juventud” en los que narra el tiempo que estuvo en un campo de concentración, ya sólo en el título se nota que trata de exorcizar aquel tiempo tan terrible, muestra cómo la voluntad de vivir se impone por encima de todo y surge la poesía como salvación, esa firme determinación de agarrarse a las palabras para sobrevivir.
Kertész se deshace de cualquier tentación crítica con la situación. No está sobreviviendo, está viviendo.
Comienza la narración contando como el protagonista vive la despedida de su padre que ha sido llamado, como muchos otros, a viajar a un campo de trabajo sobre los que se empieza ya a escuchar habladurías y lo hace de la misma manera que nos contaría que se va a un viaje de negocios donde correrá un cierto peligro. Este es el tono durante toda la narración. Cuando él mismo un día ya no regresa a su casa después del trabajo-condena que ya realizaba, cuando va de un campo a otro, cuando ve como transportan los cadáveres en carretillas, cuando cuenta el olor del humo que sale por las chimeneas, cuando se acaba la guerra y vuelve a casa, cuando ya no se encuentra carne sobre los huesos.
Y es entonces cuando uno se da cuenta de que realmente así sucedieron las cosas. Con las más absoluta de las normalidades. Que así suceden los horrores. No hay carreras, no hay gritos, quizá un poco de exaltación. Que un día les dijeron que había que ponerse una estrella amarilla y se extrañaron un poco pero que al cabo de una semana ya la llevaban con normalidad y hasta empezaban a ser felices en esa nueva situación. ¿Hay algo más terrible? Que después los echaron de sus casas, después los separaron, después los llevaron a un campo de concentración y allí Kertész nos llega a contar como había días regocijantes.
Kertész ha sabido mostrar en la literatura lo que Hannah Arendt llamó “la banalidad del mal” y que no deja de ser otra cosa que la banalidad de la realidad, la ineludible realidad que no se deja alterar y sucede igual cuando naces que cuando mueres. Aunque tú si lo tienes que contar lo haces de forma diferente. Kertész no, lo ha contado igual.
Un tren lleno de judíos llega a un campo de concentración,
“Muchos empezaron a recoger inmediatamente sus cosas, a abrocharse las camisas; las mujeres a peinarse, asearse como podían, ponerse guapas. Desde fuera, se oían golpes, puertas que se abrían, ruidos de la gente que bajaba de los vagones…..”
¿No pone los pelos de punta ese “ponerse guapas”?
Pues aún los pone más saber que seguramente así sucedió.
Imre Kertész ha tratado de explicárnoslo.
Acaba: “Claro, de eso, de la felicidad en los campos de concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si me preguntan. Y si todavía me acuerdo”
Esa felicidad que embarga al refugiado que tras un penoso periplo pisa las playas europeas. En una situación que al más desgraciado de los europeos deprimiría. ¿Seguro?¿Hasta cuándo?

lunes, 13 de junio de 2016

El juez de Christian Vincent (2016)



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El cine neorrealista moderno está en manos de los franceses. No hay estadísticas, al menos que yo sepa, pero si de cada diez películas que se hacen reflexionando sobre la condición humana, no son más de la mitad francesas me corto algo.
Esta historia pone la mirada en un tribunal de justicia francés, en particular sobre la figura del juez. Se celebra un juicio sobre la muerte de un bebé de siete meses. Preside el tribunal un hombre curtido en estos menesteres que para unos es justo y para otros no, que el mismo vive su profesión de una forma puramente mecánica y al que personalmente las cosas le van de aquella manera que le suelen ir a casi todos. En el momento del juicio tiene la gripe, por ejemplo. Algo que el guión se encarga de dejar bien claro. Decía yo para mí, tendrá algo que ver con el desenlace. Pero no. Al final del juicio casi está curado. Vive en un hotel porque se está divorciando amistosamente, como no podía ser de otro modo siendo en Francia.
En el jurado, en la peli hay todo un curso de cómo son y actúan los jurados en la justicia francesa, incluido el apunte sociológico de su procedencia, aparece una antigua conocida del juez que tiene la virtud de volver a la vida al juez. Y así asistimos al renacer de una historia de amor que en su momento quedo truncada y que ahora entre sesión y sesión del juicio se va reavivando.
Al final el jurado dictamina sentencia y se inicia otro proceso. Tiene la peli un final tan cursi que incluso para el cine francés es excesivo. No lo cuento porque si lo hago van a verla.
¿Qué me estás contando?
Esta es una pregunta que yo me hecho muchas veces viendo cine francés. ¿Para qué? ¿Qué necesidad había?
Claro que puede suceder que sea un cine tan etéreo, espiritual, inasible, sugerente, sutil que yo no lo coja. Todo puede ser.
Como guinda del pastel el papel principal del juez se queda en un apunte de personaje, porque creo entender que se trata de pergeñar un personaje estricto, airado y un tanto atrabiliario pero hay momentos de los diálogos con la protagonista en el bistró que más parece que padezca estreñimiento que otra cosa, claro, como anda con gripe. No sé, siendo sincero, si es un problema de interpretación, de guión o de dirección.
Hay que creer mucho en “l’amour” para que esta película tenga algún sentido y para poder ir confiado después de ver la escena final, que no, que no la cuento, a un juicio o a un hospital, pues ella es médico anestesista.
Resumiendo una película vacua, pretenciosa que no sé qué diablos ha querido contarnos. O igual era un documental. Un documental de cómo se enamora y desenamora la gente, que teniendo en cuenta que todos somos gente, maldita la falta. Vamos al cine a emocionarnos, a fantasear un poco…pero si resulta que entramos y nos proyectan un trozo de lo que acabamos de dejar fuera… ¿Para qué cantaba Aute, cine, más cine por favor?

miércoles, 8 de junio de 2016

“Espanya de Merda” de Albert Pla




Cuando me enteré, allá por 1989, de que había un cantautor catalán que había compuesto en catalán una canción que se titulaba “Papa jo vull ser torero” (Papa quiero ser torero), me olí que ahí había algo más. Así que puse mi atención en él. Resulta que había ganado un año antes, en 1988, un concurso de cantautores ¡en Jaén!, cantando en catalán. Así que ya me centré en él. Y hasta hoy. Aún me acuerdo de su actuación en el programa “Un tomb per la vida”, creo que estaba dedicado a Miquel Calçada. Se marcó una canción sobre masturbaciones, follar y salir a tirar la basura que dejo al público epatado por un buen rato. Una actuación que puso en evidencia lo catetos que podemos llegar a ser.
En fin, no recuerdo ninguna presencia suya en la que no haya sentido regocijo e interés. Por ese orden.
Su puesta en escena, en su momento fue una corriente de aire fresco, casi helado, era un grito salvaje de libertad, creatividad y talento. El artista total, desinhibido, al que le importan “tres collons”, que diría él, las criticas, vengan de donde vengan. Original, iconoclasta extremo.
Esa forma tan personal, de ser y de cantar, que le ha traído fama y muchas veces escándalo ha dejado en la penumbra su alta calidad como músico y creador. Un amalgamiento perfecto entre letras y música que muy pocos cantautores consiguen. Porque entre los cantautores españoles, suele suceder que, o la música no tiene color, o la letra ni con sangre entra. O es una ristra de ripios.
En Pla, esa facultad y su sensibilidad para ponerse del lado de los perdedores y llamar “hijos de puta” a los malos si hace falta le ha dado una personalidad única. Nadie como él ha satirizado eso de tener tantos amigos en Facebook y después estar más solo que la una, por ejemplo.
Pero dejemos aquí su trayectoria de cantante, ya que yo he venido aquí para hablar de su libro intitulado “Espanya de Merda”.
Una vez declaró que ser español le daba asco y se armó la de Dios. Más catetismo nacional.
En España es fácil epatar, hay mucha gente dispuesta a llevarse la mano a la boca y poner morritos de escandalizado por nimiedades, y mucha más a ver como normal que el Presidente del Gobierno saliente, antes de irse, coloque a su mujer de alcaldesa de Madrid. O que el Presidente de Gobierno actual envíe un correo electrónico de solidaridad al tesorero de su partido que está en la cárcel por ladrón y continúe en el cargo. Normal. Eso es normal. Sin embargo decir pipi, caca, pedo o contar un chiste sobre judíos. Es inadmisible.
En ese nivel coincido con Albert Pla. España es un país de mierda.
Este libro que cuenta una historia delirante basada en las andanzas de un músico uruguayo por España, a veces narra cosas que suenan a que Pla se ha pasado tres pueblos, otras veces ha dado en el clavo y otras se ha quedado corto, pero siempre mantiene ese tono de surrealismo que si te aderezas la mente con unas cervezas o un canutillo puede suceder que no sepas si lo que lees forma parte del libro o es una noticia de los diarios.
Me estoy acordando del alcalde de Navalcarnero que se gasto dos millones de euros en granito para hacer unas catacumbas en el subsuelo del pueblo, o de Jordi Pujol y familia, o del sindicalista andaluz de la UGT, Juan Lanza, que tenía billetes de 500 euros debajo del colchón o el recién llegado a la troupe de chorizos, Marjaliza, que llegó a comprarse una pluma Mont Blanc que costaba más de 600.000 euros. ¡Supera eso Albert Pla!
Todos ellos tendrían un lugar en este libro.
Esta situación que vivimos en el país está dando para mucho libro satírico porque entre otras cosas reírte y burlarte de algo te libra del impulso de coger una metralleta…. y eso es bueno.
Aunque sería más positivo que en las próximas elecciones votáramos otra cosa……..aunque sólo fuera por probar. Y también que en los próximos decenios empecemos a educar a nuestros niños en vez de adiestrarlos para tirar del carro enganchados al yugo del consumismo…..eso también sería bueno, muy bueno.
Mientras podemos seguir leyendo cuanto libro salga parodiando la realidad pero sin olvidar que hay gente a la que cada vez le cuesta más apreciar estas burlas y siente cada vez más deseos de hacer otra cosa. No se puede estar puteando a la gente siempre. Hay un límite.
No sé si habrá traducción en castellano  de esta osadía pero sería muy recomendable, sabiendo siempre que cuando Albert Pla dice Espanya no dice Albacete ni Cuenca ni Andalucía ni Catalunya si no que dice Mariano Rajoy, Felipe González, los Borbones, los Pujol y toda esa caterva de delincuentes, incapaces y tramposos que ha convertido este país en un verdadero país de mierda. De esa “Espanya de Merda” va este libro. Una vez más, aire fresco y revitalizante por parte de este catalán  que como nadie supo homenajear a la “gordeta del seiscientos” que todos llevamos dentro.
Dada la labor profiláctica de este libro, que después literariamente no vaya a pasar a la Historia de la Literatura es irrelevante.  No todo va a ser obras maestras de la literatura, parodiando a Javier Krahe cuando decía aquello de que “No todo va a ser follar”.
A propósito de Krahe, bonito el homenaje constante y pertinaz del “duro” de pacotilla que es Albert Pla a todos sus compañeros de trajín de estos años. Un sentimental, al fin y al cabo.
Resumiendo, pueden leer el libro o escuchar los telediarios, viene a ser algo muy parecido. Pero que sepan que si compran el libro Pla asegurará un poco más su vejez. Seguro que se está pagando un autónomo de mierda que cuando se jubile no le dará ni para cervezas. Estos músicos……estos románticones sentimentaloides.