jueves, 16 de junio de 2016

“Sin destino” de Imre Kertész




Toda la reacción que se ha producido sobre el holocausto nazi gira alrededor de una estupefacción y una necesidad imperiosa de contar lo que sucedió, que de tan horripilante parece imposible. No dejar de sorprenderse y no dejar de comunicarlo. Es la única vía que despierta algo de esperanza en que puede que algún día podamos entenderlo…si es que se puede entender algo así.
Contarlo es también la manera de mantenerlo vivo y de regar esa estupefacción. Seguramente en su momento habría más de un ex-prisionero de los campos de exterminio que si pasaba un día sin recordar lo que la había sucedido se sentía culpable. Eso que se ha dicho tantas veces de que hay que mantener vivo el recuerdo…..se añade para que no vuelva a suceder, pero mucho me temo que la razón sea una necesidad mucho más simple y prosaica y seguramente más individualista.
Sea como sea lo cierto es que desde que sucedió hasta ahora no ha dejado de contarse. Una tarea colectiva que han llevado a cabo desde filósofos hasta cineastas y tanto habiéndolo sufrido como no. Una “narrativa” que ha ido variando con el tiempo, siempre con el acicate de “cómo contar esto que despierte en el que lo contempla una idea lo más cercana posible a lo que sintieron las víctimas”. Una tarea a todas luces imposible pero en la no han dejado de empeñarse muchos creadores y pensadores.
Lo que ha hecho que la forma de contar aquel horror haya ido variando con el tiempo. Y se haya creado una cierta complicidad entre los que siguen contándolo y los que lo contemplan. Ahora ya se sabe que pasó, lo básico, lo objetivo. Metámosle más intensidad al asunto, busquemos otra perspectiva.
A estas alturas las narraciones de Ana Frank o la de Victor Kempler ya han hecho su papel. La personal forma de Primo Levi también.
Las películas sobre el holocausto también han variado. Desde las acostumbradas, llenas de épica y guerra, hasta las más personales que se cuentan por decenas y que van de “La lista de Schindler”, a “El pianista”, “La vida es bella”, “El niño del pijama de rayas” y la reciente “Mayo de 1940” o la reciente y estremecedora “El hijo de Saúl”.
Si se analizan, en todas estas creaciones hay un afán unas veces más explicito que otras de encontrar una manera para acercarse lo más posible a lo que fue aquel horror con el fin de hacérselo sentir al espectador o lector, compartirlo y así quizá hacerlo más llevadero.
En esta línea está la obra de Imre Kertész, Premio Nobel de Literatura 2002. Su “Sin destino” es una escalofriante narración en la que lo que sucede es lo que tiene que suceder. No hay condena a los ejecutores, no hay grandes gestos de dolor, incluso hay una aceptación de lo que pasa que permite esbozar una sonrisa, disfrutar de un momento de bullanguero y alegre jaleo… en un campo de concentración.
Nadie como Kertész ha sabido relatar la degradación humana que se produce en las situaciones de injusticia y abuso. Ana Novac en su libro “Aquellos maravillosos años de mi juventud” en los que narra el tiempo que estuvo en un campo de concentración, ya sólo en el título se nota que trata de exorcizar aquel tiempo tan terrible, muestra cómo la voluntad de vivir se impone por encima de todo y surge la poesía como salvación, esa firme determinación de agarrarse a las palabras para sobrevivir.
Kertész se deshace de cualquier tentación crítica con la situación. No está sobreviviendo, está viviendo.
Comienza la narración contando como el protagonista vive la despedida de su padre que ha sido llamado, como muchos otros, a viajar a un campo de trabajo sobre los que se empieza ya a escuchar habladurías y lo hace de la misma manera que nos contaría que se va a un viaje de negocios donde correrá un cierto peligro. Este es el tono durante toda la narración. Cuando él mismo un día ya no regresa a su casa después del trabajo-condena que ya realizaba, cuando va de un campo a otro, cuando ve como transportan los cadáveres en carretillas, cuando cuenta el olor del humo que sale por las chimeneas, cuando se acaba la guerra y vuelve a casa, cuando ya no se encuentra carne sobre los huesos.
Y es entonces cuando uno se da cuenta de que realmente así sucedieron las cosas. Con las más absoluta de las normalidades. Que así suceden los horrores. No hay carreras, no hay gritos, quizá un poco de exaltación. Que un día les dijeron que había que ponerse una estrella amarilla y se extrañaron un poco pero que al cabo de una semana ya la llevaban con normalidad y hasta empezaban a ser felices en esa nueva situación. ¿Hay algo más terrible? Que después los echaron de sus casas, después los separaron, después los llevaron a un campo de concentración y allí Kertész nos llega a contar como había días regocijantes.
Kertész ha sabido mostrar en la literatura lo que Hannah Arendt llamó “la banalidad del mal” y que no deja de ser otra cosa que la banalidad de la realidad, la ineludible realidad que no se deja alterar y sucede igual cuando naces que cuando mueres. Aunque tú si lo tienes que contar lo haces de forma diferente. Kertész no, lo ha contado igual.
Un tren lleno de judíos llega a un campo de concentración,
“Muchos empezaron a recoger inmediatamente sus cosas, a abrocharse las camisas; las mujeres a peinarse, asearse como podían, ponerse guapas. Desde fuera, se oían golpes, puertas que se abrían, ruidos de la gente que bajaba de los vagones…..”
¿No pone los pelos de punta ese “ponerse guapas”?
Pues aún los pone más saber que seguramente así sucedió.
Imre Kertész ha tratado de explicárnoslo.
Acaba: “Claro, de eso, de la felicidad en los campos de concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si me preguntan. Y si todavía me acuerdo”
Esa felicidad que embarga al refugiado que tras un penoso periplo pisa las playas europeas. En una situación que al más desgraciado de los europeos deprimiría. ¿Seguro?¿Hasta cuándo?

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