martes, 21 de febrero de 2017

"Paterson" de Jim Jarmusch (2016)


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Habrá espectadores que echaran pestes de este film y habrá espectadores que dirán maravillas del mismo, serán los extremos que marcan dos formas de ver el cine o dos formas que explican los motivos por los que nos acercamos al mismo.
El que busca entretenimiento, emoción, embeberse por unos momentos en una historia ajena para poder olvidarse de la propia encontrará esta película aburrida, lenta, repetitiva y no entenderá que se pueda hacer este cine. Bueno, tiene su lógica.
El que contempla el cine como una actividad artística y que por lo tanto tiene una visión, no ya más amplia, si no ilimitada de lo que puede esperar de una proyección y que por lo tanto casi con toda seguridad se ha acercado a este film de Jim Jarmusch sabiendo o sospechando lo que podría encontrar, a buen seguro que habrá salido de su contemplación satisfecho y admirado de cómo un cineasta como Jarmusch cuente lo que cuente mantiene las características que han hecho que su cine tenga un estilo, un ritmo y unos contenidos muy determinados. El cine de Jarmusch es el cine de Jarmusch. No siempre te tienen que gustar sus películas, no siempre te tienen que interesar pero siempre te ofrece otra visión. Yo tuve que ver unas cuantas veces para apreciar en todo su valor, Dead Man. Me acuerdo que la primera vez salí desorientado. Había visto una película del Oeste americano que no se parecía a ninguna otra película del Oeste y no sabía decir si me había gustado o me había parecido una gansada, pero ahí había algo. En las posteriores visiones me he divertido un montón y he disfrutado de cada aventura, de cada peripecia del protagonista, de la magnífica música de Neil Young y sin problemas me he acoplado a ese ritmo tan personal de Jarmusch a la hora de contar historias.
Así pues no me ha sorprendido casi nada de este homenaje más que a la ciudad de Paterson, más que a William Carlos Williams, a la poesía que si se mira bien se puede ver en cada rincón, en cada instante de nuestra rutinaria vida.
Seguimos las idas y venidas de nuestro conductor de autobús a través de enfoques de cámaras fijas que articulan una realidad que siempre está ahí, insoslayable. Medida y nombrada en cada segundo, encuadrada en esos días de la semana que van pasando inapelablemente. Asistimos a las peripecias habituales de los personajes que nos muestra el director, que bajan y suben del autobús, que toman una “última” en el bar de costumbre, que se enamoran y discuten. Es el día a día. La realidad plomiza de una ciudad cualquiera.
Pero ahí está la poesía que nuestro protagonista extrae de todo lo que le rodea, una poesía, actividad catártica, que le permite soslayar toda intrusión de la realidad en su existencia y encararla armado hasta los dientes con su visión particular, fruto de su sensibilidad, que allí donde su compañera, embebida en sus aficiones y su ambiciones, pierde los nervios, él, aún teniendo más motivos, se muestra calmado, como anestesiado por lo poético que le parece todo.
William Carlos Williams lo explicó en su obra “Paterson” y Jim Jarmusch lo ha hecho en su película. Qué duda cabe que con el primero se había adelantado mucho pero es indiscutible que otro director diferente de Jarmusch quizás no habría podido con el empeño. Porque para hacerlo de manera tan inspirada hay que creer en ello. Y Jim Jarmusch lo cree. Y se nota. No hace falta decir más.
Basta con el ¡Ajá! que dice el japonés en la escena final y que nuestro protagonista no tiene más remedio que admitir.
¡Ah! Y no hay que odiar al perro, se limita a hacer su papel. Como la realidad.


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