jueves, 8 de junio de 2017

“Miel del desierto” de Edith Pearlman


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Si uno mira pintura impresionista de diferentes pintores es capaz de percibir el mismo aliento en cada uno de ellos. Tienen algo en común pero son diferentes. Cada uno añade algún matiz que hace que merezca la pena la contemplación de su obra. Hay una retahíla de escritores americanos que abarcan más de una generación, que se han especializado en mirar la vida como un hecho en el que cabe todo lo que pasa, y por ende todo lo que se les ocurre, y que ha tomado la decisión de contarlo tal cual. Es un naturalismo pasado por la naturalidad. No vale la extrañeza. Porque si te extrañas te estás perdiendo lo mejor. Son una saga que mantiene una lucha a muerte con el subterfugio y la ampulosidad, lo farisaico y la invención gratuita. No hay ningún tipo humano que pueda resultar inadecuado a estos autores, porque los tipos inadecuados no existen. Sólo en la fantasía de aquellos escritores que descargaban la historia sobre, precisamente, la inadecuación de algún personaje y se dedicaban durante páginas y páginas a justificarlo. Han florecido al amparo de esta estrategias  grandes obras que agotaron el camino. Ahora toca hablar de ese pobre hombre y esa pobre mujer que todos somos en realidad y sacar todo el jugo posible a la vida, nos toque lo que nos toque. Se acabó de hablar de seres que triunfan o que fracasan. Aquí nadie triunfa, nadie fracasa, todos viven, sienten.
A mí me es muy difícil saber dónde surge la chispa que ilumina el camino seguido por esta saga de autores. Entre otras razones porque puede que las chispas vengan de muchos puntos a la vez, algunos tan lejanos como las que despedía Homero. Pero los nombres que brillan en este trayecto de la historia de la literatura, Cheever, Carver, Chejov, Hemingway son indiscutibles. Todos parecidos como los impresionistas y todos diferentes.
Primero, el narrador escribe “a pie de obra”, sea omnisciente o sea el mismo o esté a tu lado. Segundo, vaya de lo que vaya la historia, no hay lecciones, no hay moralejas, sólo seres humanos. Acontecimientos. Retratos que el autor te muestra hablando, confesando sus más intimas desazones, sus opiniones y rara vez el narrador se inmiscuye. Habrás de sacar tus propias conclusiones.
Edith Pearlman está en esa tradición. Como Alice Monroe, como Lucia Berlín. Piensas en ellas y tienes la certeza de que si se conocieran serían amigas.
Cojamos el cuento más corto de esta colección. Se llama “El linaje de la felicidad”. En él se narra un suceso que seguro que le ha pasado a muchos niños. Llegas a una casa ajena y hay un perro, surge el malentendido y sientes por un momento que el perro te va a devorar. Este es el escuálido armazón sobre el que la autora monta una historia de amistad, entrega profesional y devoción paterno- filial.
La narradora es la niña, hija de un médico rural al que acompaña a algunas consultas externas. Confiesa la narradora que su padre parece que sabe mucho pero en realidad lo que pasa es que sólo habla de lo que sabe (estrategia), que tiene un amigo hipocondriaco que pretende ser auscultado cada dos por tres a través del teléfono, lo que obliga en más de una ocasión a ir de visita su casa(estrategia). Este amigo tiene un perro que se llama John Marshall que a pesar de que le dicen que es manso y juguetón a ella le parece tremendamente peligroso. Le dicen que no se asuste y corra que entonces sí que el perro se irá sobre ella. Aún así ella, al verlo, corre y nos cuenta como se imagina que es un gato que salta sobre el capó del coche para librarse del animal, pero no es un gato y cae de bruces en el suelo, sobre unas hojas en las que se introduce y puede sentir el latido de su existencia arbórea… mientras que el perro se dispone a devorarla. Sólo que llega su padre, la coge en brazos y la salva. Parece que no estaba muy asustada. ¿Estrategia para acabar en brazos de su padre? No sé, cada lector juzgue.
La narración cerrada se acabó. El lector, lee y escribe a la vez.
Aunque todos los cuentos tienen una factura parecida a mi me ha deslumbrado el que se llama “Calle sin salida”. De hecho creo que es el nombre que debería haber llevado esta colección de pequeñas joyas narrativas. Porque este cuento es el diamante.
El retrato que Pearlman hace del personaje protagonista de este cuento, Daphna, es de los que se le quedan a uno grabado para siempre.  Esa vecina que te persigue camino del trabajo, con la escoba en la mano, contándote los hechos más pintorescos, que te sigue por las calles hasta acabar al otro lado del cristal de una cafetería en la que al final has conseguido refugiarte en compañía de un amigo que al verla fuera te pregunta si no es tu vecina y que contempla contigo como la hiperactiva Daphna se liga a un policía local y lo convierte en parte de la ya gran familia que tiene. Una familia que altera la vida de todo el vecindario que tiene sus estrategias para evitarla pero que al final, cuando por razones de trabajo del marido se tiene que ir del barrio, la narradora deja entrever lo mucho que van a echar de menos esos soplos de vida desorganizada, descontrolada pero que “hacían mucha compañía”. La maestría de Edith Pearlman en su plenitud. Sólo por este cuento merecería la pena el libro.

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